Directa desde el Festival de Sitges ha aterrizado en Netflix una película con más giros que la filmografía entera de M. Night Shyamalan. Dirigida por Brad Anderson (autor de la escalofriante ‘Session 9’), ‘Fractured’ es un drama familiar pasado por el filtro del trauma de un accidente que, como veremos, lo determina todo. Un thriller psicológico que coquetea con la idea de las conspiraciones criminales para construir un relato sobre la culpa, y especialmente sobre la incapacidad de su protagonista (Sam Worthington, que se pone ‘indie’ antes de lanzarse a la saga ‘Avatar’) para diferenciar qué es real y qué no. La película sorprende a cada nueva revelación y, aunque sus costuras pueden verse a kilómetros de distancia, eso no debería impedir que le demos una oportunidad.
Ray Monroe (Worthington) es un alcohólico en plena rehabilitación, que conduce al volante de su coche junto con su mujer Joanne (Lily Rabe) y su hija Peri (Lucy Capri). Vuelven de una desastrosa comida de Acción de Gracias con los padres de ella, donde han vuelto a salir a la luz los numerosos problemas que Ray lleva encima, desde sus adicciones hasta el trauma por la muerte de su exesposa Abby más de un lustro atrás. En cierto momento del camino, la pequeña necesita ir al lavabo y aparcan el coche en una gasolinera, donde pocos minutos después ocurrirá la tragedia: en un despiste de sus padres, Peri es acorralada por un perro de mirada amenazadora y cae de espaldas en un espacio en plena construcción. Su padre, que ha precipitado todos estos acontecimientos lanzándole una piedra al perro y asustando a su hija, intenta cogerla al vuelo, pero es demasiado tarde.

Lo que viene a continuación es, cuanto menos, sorprendente. Y ha dejado a más de un usuario tal que así (aunque, para otros, los diversos giros de la trama se veían a kilómetros de distancia):
La explicación es la siguiente: lo cierto es que la pequeña Peri murió en el mismo instante de la caída. El golpe contra el suelo fue mortal y acabó por desangrarse. Joanna, por su parte, le recriminó a su marido no haber prestado suficiente atención, y éste la empujó con tanta fuerza que cayó al suelo y una barra de metal le atravesó la cabeza. Una estampa, sin duda, terrible. Con su familia muerta en cuestión de minutos por su culpa, la mente de Ray entró en pausa. El filme nos engaña para pensar que la realidad es un mal sueño del protagonista, cuando en realidad todo lo que ve a partir de ese momento es fruto de su imaginación. Un mecanismo de defensa para evitar pensar en lo que ha hecho, para convencerse a sí mismo de que, por una vez, puede enmendar sus errores.
Ya en el hospital, seguiremos la versión del personaje, que se monta toda una trama de tráfico de órganos para justificar la desaparición de su mujer e hija, mientras las personas a su alrededor ven la realidad: un hombre que aparece en urgencias desorientado, con una contusión en la cabeza y hablando de Abby (que murió hace ocho años). El trauma le sigue persiguiendo, y multiplicado por dos ha acabado por volverle loco. Por momentos, como espectadores, nos preguntamos si realmente su exesposa es realmente la única real en todo este relato, aunque luego nos sacarán mejor de dudas. Lo demás será una mezcla entre realidad y ficción, entre lo que él está proyectando y lo que ocurre de verdad en la historia, donde se ve envuelta incluso la policía.

Hacia el final de la película, y aún convencido de que Joanna y Peri están siendo descuartizadas, Ray acude al sótano del hospital y “rescata” a un paciente en el que está proyectando su deseo de encontrarlas vivas. Y así es el último plano: el protagonista al volante de su coche, cantando la canción del arcoiris que solía entonar con su hija, y una persona desconocida en el asiento de atrás que se ha quedado a media operación, y posiblemente acabará muerto. Los cadáveres de su mujer e hija están escondidos en algún lugar alrededor de la gasolinera, y las conspiraciones que había creado en su cabeza son falsas.
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